Hoy me estaba acordando
de una historia que me ocurrió en mi época de aprendiz, en el primer taller
donde trabajé cuando tenía 13 años.
Un día se presentó un
señor y preguntó si había algún aprendiz. Cuando supo que yo lo era, me dijo
que tenía que ir todos los días a un cursillo en la calle Ros de Olano, cerca
del taller. El cursillo era de “Formación del espíritu nacional”… ah, no sé si
os he dicho que el señor era falangista.
Se ve que lo hice muy bien
porque al final me dieron como premio un libro que se llamaba “Los Cipreses
creen en Dios”, de Josep Mª Gironella, que, por cierto, no he leído nunca
porque me lo pidió un amigo y, 55 años después, todavía no me lo ha devuelto.
Al poco tiempo el
falangista volvió al taller y me dijo que me habían premiado con una estancia
de 15 días en la Universidad Laboral de Tarragona, pero que era voluntario
asistir, o sea, que si no quería, no hacía falta que fuese (el cursillo sí que
fue obligatorio).
Acepté y la verdad es que lo pasé muy bien, comíamos estupendamente y por la noche hacíamos guerra de almohadas. Incluso nos llevaron de visita a las murallas de Tarragona y nos enseñaron un montón de calaveras que había allí expuestas.
Acepté y la verdad es que lo pasé muy bien, comíamos estupendamente y por la noche hacíamos guerra de almohadas. Incluso nos llevaron de visita a las murallas de Tarragona y nos enseñaron un montón de calaveras que había allí expuestas.
Un día mis padres
vinieron a visitarme y fuimos a la playa. Mi madre trajo un pollo asado para
comer que también tiene su historia: por aquel entonces había en Barcelona
tiendas en las que vendían pollitos vivos y un día compramos uno. Lo instalamos
en el patio y le dimos de comer hasta que se convirtió en un pollo. Una vez
crecido, la tía Aurora lo mató y mi madre lo cocinó para llevarlo a Tarragona,
pero la verdad es que estaba duro y feo y no lo pudimos comer. Así acaba por hoy mi viaje al pasado.